Querido yo:
No sé si te acuerdas de aquella tarde cuando éramos niñas, tendríamos cinco años. Era lunes y el abuelo Antonio nos recogió de ballet como cada semana. Aquel día atravesamos la plazoleta para ir a casa, el cielo oscurecía en un fondo añil. Unos niños jugaban a la pelota y en el instante que pasamos por allí uno de ellos nos lanzó un balonazo. Recuerdo el ardor y la sangre en los labios, quemaba tanto que no podíamos dejar que las lágrimas se acercaran a las mejillas hinchadas. Algunos años después tuvimos esa misma sensación en todo el cuerpo.
Poco antes de cumplir doce años me miré al espejo ajena a lo que se reflejaba. No reconocía aquellos pechos que abultaban y el vello púbico parecía caracoles alborotados. Por suerte nunca tuvimos mucho pelo en las piernas pero las cejas eran como dos mostachos imponentes con voz propia. Incluso puedo sentir el picor de ojos y nariz cuando mamá tiró por primera vez de aquellas púas.
Observaba nuestro cuerpo cada día, lo miraba al detalle. El trasero aumentaba pero la cintura se marcaba como un reloj de arena. No logré comprender aquel dolor de barriga acompañado de náuseas antes del extraño olor a óxido con sangre coagulada. Mamá nos explicó que aquello significaba ser mujer. Nos explicó muchas cosas pero no las más importantes.
Ojalá alguien nos hubiera dicho que lo único que no nos pertenece es el alma, que el miedo más feroz es dejar las sombras atrás. Supongo que no hay instrucciones de uso para la vida ni normas para sobrevivir a nosotros mismos. Lo único cierto es que el dolor puede vivir en el corazón para siempre. No hay tiritas ni vendajes con dibujos para que sea menos doloroso, tan solo existe el dolor que entra y no encuentra el cartel de salida.
Por eso escribo esta carta, para liberarme de cada lastre que mueve mis días. Cerrar un capítulo repleto de tachones y pasar a uno limpio donde comenzar a escribir de nuevo. Esta redención va dirigida a ti, alma aventurera que vagaba en el océano peligroso e inverosímil donde ahogabas la consciencia en la tierra que me hacías tragar. Ambas sabemos que nunca fuiste la más sensata pero yo soy culpable por dejarme arrastrar hacia tus mentiras y esa necesidad de búsqueda del dolor. Porque eras tan adicta al sufrimiento que lo provocabas a conciencia. Pero papá seguía ajeno a lo que nos ocurría, ocupaba sus horas en aquel sillón tan desgastado como sus ganas de vivir.
Ahora emergen recuerdos de la noche en la que cumplimos doce años, recuerdos que quise enterrar. Hicimos nuestra primera fiesta pijama sin padres. Pedimos pizzas, hicimos palomitas y nos atiborramos a dulces. Estar sin mayores nos hacía sentir adultas. Usamos maquillaje de mamá e intentamos parecernos a las chicas de las revistas de su baño. Montamos los sacos de dormir en el salón y pusimos una a una las películas románticas de alquiler. Sin darnos cuenta caímos todas rendidas. Entre sueños alguien intentaba despertarnos. Entreabrí un ojo y era Julián, el vecino cinco años mayor. Recuerdo lo mucho que me gustaba su pelo negro y el contraste que hacía con sus ojos verdes. No preguntamos qué hacía allí, estábamos demasiado dormidas para preguntas o quizás formaba parte del sueño. Al abrir los ojos de nuevo, esta vez un poco más conscientes, Julián nos llevaba en brazos hasta nuestro cuarto. Comenzamos a hablar inocentemente, como siempre. Pero esta vez nosotras con voz tenue, cansada. De alguna manera nuestras caras se juntaron. Los labios estaban pegados entre sí, nos besábamos sin saber porqué. El calor azotaba nuestros cuerpos y mi angustia se transformaba en duda. Tú parecías disfrutar pero yo tenía miedo, quería huir. Sin quererlo le devolvías un beso tras otro durante largos minutos. Por un momento no me pareció gran cosa, era como jugar a la botella. Al poco rato sus manos acariciaban nuestros muslos temblorosos. Sus labios susurraron: “Algún día me casaré contigo”. Su voz ahora es un torbellino de basura encriptada. Me empezó a dar asco su sabor a tabaco, era como comerme un cenicero húmedo. Poco a poco sus manos treparon como si supieran dónde terminar, quisimos apartarlas pero ya formaban parte de nuestro ser. Apartó la tela de algodón que separaba la línea de lo prohibido. Lo que quedaba de nosotras moría poco a poco. Mordías los labios con fuerzas, te daba vergüenza gritar. Con voz quebrantada pedías que parara pero la debilidad ganó el pulso. Entonces Julián se tumbó encima de nuestro cuerpo frío, el suyo caliente nos decía que estaba preparado. Deslizó nuestras manos de seda hasta posarlo sobre su miembro palpitando, duro como el estaño. A partir de ahí no recuerdo nada. Al acabar pude oír en la noche el mar reanudar su danza con nuestra flor perdida. Me sentí como un sucio muñeco al que acaban de lavar.
Al día siguiente quería hablar con él, saber qué pensaba, porqué le regalamos nuestra intimidad. Julián no cogió el teléfono, tampoco nos abrió la puerta de su casa. Miré tras el cristal y no había signos de que alguien habitara allí. Se esfumó con nuestra pureza.
Después de aquel día tú y yo nos separamos como si al hacerlo la niñez volviera a nuestro encuentro. Nuestras amigas seguían siendo niñas, inocentes, que algún día dejarían de serlo.
Creo que ya es hora de encender farolas en el corazón para alumbrar los escombros, volver a ser la chica dulce y sonriente que procuré ser. Porque esa era mi forma de llamar la atención de papá. Creía que si ponía todos mis esfuerzos en parecer feliz él también querría serlo. Te aplaqué y en mi soledad viví momentos difíciles. La muerte del abuelo Antonio, el rechazo de papa hacia la vida y mi propio rechazo. Estoy sellada como los animales con sangre y acero. No quiero que me digas que me aferro a los recuerdos, tarde o temprano tendremos que dejar de derrumbarnos, de luchar. Como con aquella chica que cazaba pestañas. ¿La recuerdas? Se arrancaba cada pelo hasta quedarse sin ninguno y cuando ya no había de donde tirar, nos perseguía por el patio a por nuestras pestañas: rizadas, largas, demasiado llamativas para un coleccionista como ella. Yo cerraba los ojos tan fuertes que al abrirlos volaban puntitos negros en el aire, tenía miedo. La amenaza siempre estaba al doblar las cuatro esquinas del recreo. Un día harta de escaparnos, nos escondimos en el gimnasio tras las colchonetas azules. Almudena, la cazadora de pestañas, olía nuestro miedo y sabía donde buscar. Antes de mirar en nuestro escondite saltaste hacia su enorme espalda agarrándote a su cuello. Gritabas como una loca y no dejabas que me soltase por mucho que nos zarandeara.
Me gustaría asaltar de esa forma a la felicidad, poder amar, entregarme por completo. Sin embargo me agarro al dolor y no me deja tumbar de un golpe a esta tristeza. Ayúdame a derribar el hormigón que me separa de los demás, no quiero ser como papá. Dejó de luchar contra la vida y se dejó llevar por los ojos de la muerte. Ocurrió una mañana de primavera. Olía a pan recién hecho y a azahar. Bajé con una sonrisa esperando a que papá me diera el beso de buenos días. Las pastillas le hacían efecto y parecía recuperar el tiempo perdido. Cada mañana exprimía las naranjas recién cortadas del árbol y preparaba pan con aceite, ajo y tomate. Me daba un beso en la frente y con voz suave me decía: Buenos días cielo. Aquellas palabras hacían que Julián no fuera el primer pensamiento del día. Pero esa mañana de olor a azahar tan solo había rastro a pan recién tostado. Busqué por toda la casa con desesperación. Mi padre no estaba, no le oía silbar melodías inventadas. Al mirar por la ventana vi a mamá en el jardín, con la cabeza agachada y caminando lentamente. De pronto parecía una mujer mayor. El corazón de papá no pudo aguantar tanta felicidad, se le había roto la maquinaria. Después de aquello mamá me dejó sola ante un nido de abejas carnívoras y hambrientas.
A veces pienso que es mejor partir al mundo de los sueños, que solo el velo blanco del futuro dicta mis pasos de naufrago en busca de tierra firme. El otro día caminaba rápido hacia el trabajo y me detuve en un escaparate. Vi mi reflejo, no me reconocí en él. Entonces pensé en ti y en esta carta. Me he olvidado de navegar y mi barco cae en picado. Estoy perdida en este desastre que es la vida.
¡No! Grité en plena calle. Todos miraban y una señora se acercó. La aparté de mi lado y corrí tan rápido como pude. Me quería liberar de la angustia que me asfixia el estar rodeada de nadie. Porque mi vida ya no late.